Plagados
están los días de preciosos amaneceres, de luces y sombras, que nos evocan
sentimientos y pasiones, amores y tristezas; que nos hacen sentir. Amanece el
día para morir horas después con la caída del sol, el ocaso del astro rey, indiscutible
protagonista siempre… siempre.
Testigo
pude de uno de aquellos que nunca olvidaré mientras viva: rojo, amenazante y
traidor; que tan sólo pudo dar paso a un idílico final… muerte y desolación.
Soldado
fui en Marruecos, dónde la
Gloriosa España imponía su voluntad a base de sable y
bayoneta, sembrando muerte por donde pasaba: desolación, hambre y pobreza.
Reclutado
me encontré a mi más temprana edad, como soldado de la Gloriosa España , al
servicio de un caduco imperio, rancio y desalmado, dirigido por corruptas
mentes de grandes hombres que no merecieron su lugar en la historia; corruptos
y llenos de ansias de poder a cualquier precio, precio que siempre pagaban los
más desfavorecidos.
En
las calurosas y misteriosas tierras del norte de África acabé destinado tras el
periodo de instrucción como recluta, junto con algunos de mis recientes
camaradas y amigos; gente que conocí y la que una relación casi de hermanos nos
unía. Muchos iniciamos aquel viaje a Ceuta, pero solo unos pocos regresamos
realmente; quizá todos de alguna manera, unos en barco de vapor y otros en nuestras mentes para siempre bajo un emotivo y
triste recuerdo, pues sus humanos cuerpos quedaron en las yermas y ardientes
tierras del Valle de los Castillejos, cerca de la plaza defendida a tan alto y
vil precio — el de sus vidas— Aunque
sólo mantener vivo su recuerdo, les hace estar presentes de por vida en nuestra
memoria colectiva de por vida.
La
peor dicha de un soldado es caer en el olvido, y para eso estamos los que
tuvimos la suerte de regresar, es nuestro deber para con ellos tenerlos siempre
presentes y que su sacrificio no fuera en vano; por eso, cada día de mi vida sigo
levantándome al alba para ver el amanecer, disfrutar de
su majestuosidad y belleza, pero sobre todo su color, en recuerdo de
aquel día que nunca olvidaré mientras viva.
En
el amanecer del día uno de enero del año 1860, iniciamos la marcha hacia
Tetuán, siguiendo el camino de ese mismo nombre, paralelo a la playa de Taraja.
Mirábamos extrañados ese color especial del nuevo día, era distinto; el rojo
resplandor nos auguraba un final sangriento. Entre las tropas, se forjaba un
sentimiento de miedo al desenlace del día, nadie sabía dónde íbamos ni para qué
con certeza, simplemente a hacer justicia en nombre de España; llenas nuestras
almas de inquietud y temor, avanzábamos en columna hacia lo desconocido.
Eran 10.000 los jóvenes que para tal acción militar se movilizaron
desde la península; mozos que iniciaban sus
vidas, que trabajaban, con padres y madres, hermanos y hasta novia algunos,
proyectos y toda una vida por delante. Vidas que se exponían a una suerte
incierta y el riesgo de no regresar nunca más a su hogar.
Unos
100 fueron los elegidos por Dios, Alá o el diablo, para que dejaran sus
ilusiones y proyectos, sus vidas. Allí, en el Valle de los Castillejos, donde la
historia engrandece al general Prim por su victoria, permanecen esos bravos
soldados que sin pedir nada a cambio sacrificaron sus vidas; allí donde anónimos
hombres sólo viven en la memoria de los que les acompañaron y compartieron con
ellos el horror de la guerra, de la vida y la muerte.
Por
eso, cada mañana me levanto y lo seguiré haciendo siempre, para ver el
amanecer, y cuando es rojo, como el de aquella fatídica jornada, un halo de
orgullo llena mi pecho, orgulloso de aquellos que nos dejaron, de su
sacrificio. La emoción me embarga y hasta perlas en forma de lágrimas recorren
mi cara; miro fijamente, no pierdo detalle, hasta que la luz llena el nuevo
amanecer, ese que los que sobrevivimos tenemos la suerte de disfrutar, de ahí
que hay que aprovechar cada día como un regalo, algo que ellos no
tuvieron. Por ellos y por nosotros, por
su memoria.
En
recuerdo de ellos, cada amanecer rojo que tengo la suerte y el placer de
disfrutar, es para mí un tributo, una especie de homenaje eterno,
indestructible e indiscutible; pues un monumento por el paso del tiempo puede
llegar a desaparecer, pero el inicio de cada día, está más allá de la voluntad
de hombres o dioses.
Por
eso, cada vez que el color rojo es predominante al alba, el tributo a los
soldados caídos se muestra emocionante, emotivo; recordándonos que están presentes en nuestra
memoria eternamente, en forma de solemne acto con una presencia fugaz.
Cuenta
la leyenda que, asomados al alba, nos miran orgullosos desde su posición,
agradecidos de que el olvido no haga mella en nosotros, y que se les recuerde
como lo que eran, simples hombres que dieron su vida por otros.
Les
enseñé esto a mis hijos, que lo valoraron en su justa medida; y llegados los
últimos años de mi vida, intento transmitir este sentimiento a mis nietos;
ellos no entienden a un anciano y sus recuerdos.
Para
ellos un amanecer es un amanecer, son todos iguales me dicen. Las batallitas…
Quizá
un recuerdo tenga su caducidad dentro de cada generación, después ya no
significa nada para la siguiente. Una generación no entiende los valores de la
otra. Será la ley de la vida; pero para mí, las cosas siguen teniendo unos
valores mientras viva, y así deseo que sean.
Cada
amanecer rojo es, sin duda, el merecido y solemne tributo e indestructible a la
memoria del soldado caído. Para los demás, están los libros de historia.
Santiago R. hernández Sáez.
Buena entrada y mejor amanecer. Un fuerte abrazo.
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