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jueves, 1 de junio de 2017

¿ALGUNA NOVEDAD DE JULIO VERNE? RELATO CORTO.

La luz del medio día atravesaba las lamas de las cortinas de los grandes ventanales, haciendo que las pequeñas partículas de polvo en suspensión brillaran como si de diminutas estrellas de la tarde se trataran.
   Faltaba ya menos para el medio día, hora a la que se daba el cierre a la biblioteca municipal. Allí se encontraba Pepe, el encargado y custodio del saber en aquella localidad desde hacía muchos años, la gestionaba desde tiempos inmemorables.
Cada día a esa misma hora, hacía su presencia Juan, un asiduo casi fijo a aquellas dependencias municipales tras la salida del colegio. Su entrada, a la par que curiosa, era siempre peculiar; cosa que hacía gracia a Pepe el bibliotecario, y más por parte de aquel chaval de 12 años.
   —Buenos días tenga Sr. Pepe… ¿alguna novedad de Julio Verne? —decía con una sonrisa en la boca Juan.
   —Buenos días Juanito, tú como siempre graciosillo —contestaba Pepe con un movimiento de cabeza— «Este zagalico siempre igual…».
   Sin demora, ante la mirada atenta de Pepe, Juan accedía a la sección donde tantas horas había pasado y, hasta vivido sus aventuras; embebido entre los atemporales y magníficos textos de julio Verne, Emilio Salgari o Stevenson; autores que entre otros, han llenado de vida y pasión las almas y espíritus de tantos aventureros y viajeros con el solo hecho de atreverse a abrir alguna página de sus obras.
   Pepe, recostado en su sillón tras el mostrador en la entrada de acceso al local, subió sus pequeñas lentes sobre su nariz con el dedo índice, seguía leyendo; era su pasión. Tenía el trabajo perfecto, el tiempo necesario y todo el material para sus lecturas. Aquella biblioteca era su pequeña y particular Ítaca… ¡qué más hubiera querido el mismísimo Ulises!
   Juan, por su parte estuvo un buen rato buscando por las estanterías, perdido. Lo había leído casi todo en la sección juvenil y, ya era hora de ir pasando a unas lecturas un tanto más serias. Pepe se percató de que tardaba más de lo normal en encontrar algo que le interesara y, tomó una decisión que afectaría a los dos para el resto de sus vidas, aunque ninguno de los dos era consciente en ese momento.
   Se levantó en silencio y con cuidado se quitó las gafas que dejó sobre el ejemplar de La Odisea que estaba leyendo por enésima vez.
   Tomó la dirección de la sección de literatura juvenil donde encontraría sin duda a Juan. Al llegar junto a él y, entre susurros, le preguntó:
   —¿Acaso mi pequeño lector no encuentra nada interesante?
   —No, Sr. Pepe, todo leído; estoy empezando a pensar que este lugar se me queda pequeño —dijo con sentimiento.
   Las cejas de Pepe se elevaron, nunca se hubiera esperado esa frase de Juan, pero creyó que había llegado el momento de abrir la mente a aquel muchacho que vivía entre libros, si ello era posible.
   —¿Qué dices, Juanito?, una biblioteca nunca puede quedarse pequeña, y menos para alguien como tú, en los libros está todo, y ya sabes cómo me gusta definirme…
   —Sí, Sr. Pepe, como “el guardián del saber”… lo sé, me lo ha dicho muchas veces.
   —¿Entonces, crees acaso que ya conoces todos los secretos de este lugar?
   —Yo diría que sí, al menos en cuestión de aventuras y viajes, lo demás no me llama la atención, y si no me interesa no lo leo.
   —Eso es un error, Juanito, hay que leer de todo.
   —Quizá tenga usted razón, pero hay cosas que no me interesan y, peor aún, me aburren.
   —Ya veo, Juanito, creo que ha llegado el momento de revelarte algunos de los secretos que se encierran en esta aburrida biblioteca como tú dices. Si alguien es merecedor y digno de ello, ese eres tú, su más asiduo morador.
   La cara de Juan era todo un poema, la sorpresa y la curiosidad se hicieron en él; Pepe había sabido captar sin lugar a dudas perfectamente la atención de aquel muchacho.
   —¡Cuénteme Sr. Pepe por favor! —decía Juan subiendo la voz por causa de la emoción.
   —¡Shhhh!, silencio —chistó el bibliotecario llevándose el dedo índice a los labios— ¿Acaso quieres hacer partícipe a todos de un secreto que es solo para ti? —le preguntó en voz baja Pepe a Juan.
   —No, Sr. Pepe —susurraba el pequeño.
   —Bien, Juanito, acompáñame, que te voy a mostrar algo que te va a gustar de veras.
Pepe, cogió de la mano al pequeño y, tras echar una ojeada a la casi desierta biblioteca, se dirigió al almacén. Grandes estanterías albergaban innumerables volúmenes y multitud de ejemplares de viejos libros que sobrevivían como mejor podían al polvo y al paso del tiempo.
   Tras abrir la puerta, el pequeño se quedó boquiabierto, si en la sala de lectura los libros se contaban por millares, aquello era infinito. Largas hileras de muebles y archivadores se alineaban sin que aquello pareciera tener fin y, mucho menos para un niño de 12 años.
   —¿Ves, Juanito?, aquí está el saber.
   Juan, no daba crédito a lo que sus ojos tenían frente a sí, aquello era una especie de paraíso terrenal. Tras quedar en sepulcral silencio durante el momento en que su mente asimilaba lo que sus ojos veían, miró a Pepe y preguntó:
   —¿Sr. Pepe, ha leído usted todos estos libros?
   —Todos y cada uno, Juanito.
   — ¡Jopé!—exclamó el niño a la vez que agitaba la mano.
   —¡Esa boca, zagal!
   —Perdón Sr. Pepe, lo siento —contestó bajando la cabeza.
   —No pasa nada. Ven, que te voy a mostrar una cosa que nunca ha visto casi nadie, es mi secreto y, por ende, el secreto del bibliotecario que me precedió, ¿entiendes?
   —Sí, entiendo, ¿pero de qué se trata?
   —Eso, mi pequeño amigo, lo tendrás que descubrir tú solo… me temo.
   —Pues ahora sí que no lo llego a entender, Sr. Pepe.
   —Te explico, obra en mi poder un curioso legajo que contiene un gran secreto, muy, muy antiguo. En especial en una de sus páginas, esa es la que te mostrará la verdad.
   —¿Y?
   —Pues que tengo la firme intención de esconderlo entre todos estos viejos volúmenes y, tú deberás encontrarlo si quieres ser partícipe de su contenido. Dentro de uno de ellos lo hallarás si tu curiosidad es lo suficientemente fuerte.
   —Pero… ¡Podría tardar meses o años, Sr. Pepe!
   —O peor, porque solo hay una regla que nunca podrás saltarte.
   —¿Y cuál es?
   —Página que abras en tu búsqueda, la debes leer completa.
   — ¡¿Cómo?! Entonces toda la vida, Sr, Pepe… ¡Me haré más viejo que usted!
   —Ese es el trato, mi pequeño y ávido lector, ¿qué me dices?
   El pequeño Juan, en un principio se veía sobrepasado por aquella titánica empresa que le proponía el viejo bibliotecario, ¡todo un secreto para él solo!, solo debía buscar el libro adecuado y leer cada página, nada más… y nada menos.
   Valiente y motivado, el pequeño Juanito tomó una decisión y, extendiendo la mano hacia Pepe, le dijo lo más solemne que pudo la voz de un niño de 12 años:
   —Sr. Pepe, acepto el desafío.
   Se dieron la mano, para sellar aquella especie de pacto entre amigos.
   —Pero, si se te ocurriera saltarte la única regla que he puesto, se rompe el trato y, nunca más te permitiré entrar en esta sala.
   —Prometo cumplir la regla, Sr. Pepe, no se preocupe.
   —Mañana podrás empezar, te aseguro que esta va a ser la aventura más grande de tu vida, zagal.
   Salieron del almacén y Pepe echó un vistazo a la sala de lectura y, como siempre, no había ninguna novedad. Antes de salir por la puerta, Juan, quiso demostrarle al viejo bibliotecario que estaba a la altura de la situación, que poseía sus propios conocimientos y era digno de acometer aquel reto.
   —Por cierto, Sr. Pepe, ¿a que no sabe usted el nombre completo de Emilio Salgari?
   —Eres un listillo, ¿eh? Has ido a pillarme, pero lo siento, tengo respuesta para ti, se llamaba Emilio Giuseppe Salgari.
   A Juan se le iluminó la cara, había ganado el asalto con el Sr. Pepe. Lo miraba fijamente sin parar de sonreir.
   —¡Demonio de zagal!, ¿Cómo se llamaba?
   —Emilio Carlo Giuseppe Maria Salgari.
   Juan salió corriendo, disfrutando de su primera victoria en el mundo del saber y ante tal contrincante, ¡todo un viejo bibliotecario!
   «La madre que lo parió…este zagal…». Pepe se echó a reír, no tenía otra, aunque enseguida percibió que los pocos lectores que había lo observaban con caras de reproche. Hizo un gesto a modo de excusa para pedir perdón. Se fue a su lugar y tomó asiento, agarró sus lentes de cerca y abrió de nuevo la Odisea, pero antes de reemprender su lectura, miró por la ventana viendo como aún, calle abajo, podía ver a Juanito que no había parado de correr. «Suerte mi pequeño y peculiar Telémaco, el saber es todo tuyo…».
   Al día siguiente, entró Juan a la misma hora, no fallaba, del colegio iba directo hasta la biblioteca hasta la hora de comer en que regresaba a casa.
   —Buenos días Sr. Pepe… ¿Hay alguna novedad de Julio Verne? —Y sonreía irónicamente.
   —Buenos días Juanito, siempre con la misma gracia…, pero hoy comienza tu reto, ¿no lo habrás olvidado?
   —No, Sr. Pepe, y tengo un plan infalible que me hará encontrar el secreto en muy poco tiempo.
   —Me sorprendes Juanito, en verdad me has dejado sin palabras. Vayamos al almacén si quieres empezar.
   Pepe acompañó al niño, ante un mar de libros acumulados durante años y años, descatalogados, ediciones antiguas, algunas muy valiosas.
   —Bueno, ¿por dónde vas a empezar Juanito?
   —Lo tengo muy claro Sr. Pepe, anoche estuve dándole vueltas a la cabeza, buscando la solución, y la hallé gracias a Dios. Es lo más sencillo del mundo.
   —De verdad que eres un saco de sorpresas, zagal, ya me tienes intrigado, explícame.
   —Por el polvo.
   —¿Cómo?
   —Sí, por el polvo acumulado en libros y muebles.
   —Pues ahora sí que me he perdido del todo, ¿qué tiene que ver el polvo?
   —Si ha escondido usted ese papel, no ha tenido más remedio que tocar muebles, libros, estanterías, solo tengo que comprobar en qué lugares ha manipulado para empezar a buscar, no creo que tarde mucho, quizá algunos días, poco más.
   —¡Qué jodío el zagal!, eres avispado de verdad, eso ni se me había pasado por la cabeza. Pero tienes mucha razón. Adelante, todo tuyo, me voy fuera.
   Había pasado una hora y media, y pepe ya sentía curiosidad por juan y, decidió ir a echarle un vistazo, a ver cómo le iba al pequeño.
   —Juanito, ¿qué, cómo vas?
   Se lo encontró sentado en el suelo absorto en la lectura de un viejo libro que Pepe pudo reconocer al instante, una sonrisa furtiva apareció en la cara, la satisfacción embargó el poco ego que tenía.
   —Un momento Sr. Pepe, un momento —contestó Juan si apartar la mirada de las casi roídas páginas de aquel viejo ejemplar que muy posiblemente llevara décadas sin abrir.
   —Ya veo que te interesas por lo que lees, me complace, mi pequeño amigo — contestó el viejo bibliotecario más que satisfecho.
   —¡Este libro trata sobre los griegos antiguos, de una ciudad llamada Troya, de un caballo de madera, de bravos héroes guerreros…!
   —¡Alto, alto, no te emociones!, sé de qué va, se llama la Iliada, y la escribió alguien (que) llamado Homero.
   En aquel preciso instante, Pepe se llevó sus manos al pecho, un agudo y doloroso dolor apareció en su corazón, cayó de rodillas sin emitir ningún tipo de sonido.
   —¡¿Sr. Pepe, qué le pasa?!
   El niño dejó el libro en el suelo, se levantó y corrió a socorrer a su viejo amigo.
   —¡No me asuste, Sr. Pepe, ¿qué le pasa?!
   Entre balbuceos, el bibliotecario acertaba a decir:
   —Avisa fuera Juanito, rápido… me muero… un ataq…
   El pequeño Juan salió corriendo lo más rápido que sus pequeñas piernas podían correr en busca de auxilio para su amigo, sin saber que aquellas palabras que con tanto esfuerzo acertó a decir, fueron las últimas. Pepe murió ese día de un ataque al corazón, allí en su Ítaca particular, entre sus amados libros.
   Aquel suceso dejó marcado al pequeño Juan, fue un duro golpe para un niño de tan corta edad.
   El tiempo pasó y, dicen que lo cura todo, pero a veces el hueco que se deja una pérdida en el alma de pequeños corazones, queda grabado a fuego de por vida.
   Juan terminó sus estudios del colegio y después el bachillerato, se hizo un muchacho con muchas expectativas de futuro, y por fin accedió a la universidad, donde sacó la carrera de literatura con matrícula de honor. En la ceremonia de graduación, resplandecía orgulloso ante sus padres, era un gran logro personal. Pero de golpe, le vino a la mente el recuerdo de aquel vejo bibliotecario que le dejó marcado de por vida. Estaba allí, era quien era gracias a él ente otras muchas cosas. Miró al cielo, al tiempo que el sonido del discurso con el que el decano de la universidad estaba torturando a los asistentes a tan solemne acto, pasó a ser un leve murmullo casi imperceptible.
   «Gracias Sr. Pepe, gracias por todo…». Una lágrima corrió por su mejilla, no le importó, tenía muy claro que su amigo lo observaba orgulloso desde el lugar en que estuviera, el cielo de los griegos, o el de los romanos, ¡qué más da!, sentía que era observado por él.
   La coyuntura económica del país estaba en estado de crisis, algo que se ceba con los jóvenes a la hora de empezar esa aventura que se llama vida laboral. Pero la suerte se alió con Juan, en el ayuntamiento de su pequeño pueblo había salido a concurso la plaza de funcionario… ¡de bibliotecario!
   No dudó, aquel puesto debía ser suyo. Y así fue, más que merecido.
   Ahora era el nuevo bibliotecario, en una biblioteca que conocía a la perfección, el sitio perfecto para él.
   El día que por primera vez accedió al almacén, pues nunca había vuelto a estar allí tras el desgraciado incidente, le vino a la cabeza el reto que le propuso su amigo el Sr. Pepe. Y decidió terminar lo que se había propuesto hacía más de 15 años, hallar el secreto que como un juego de niños había empezado y que no pudo terminar.
   Durante meses, en su tiempo libre o cuando su presencia se hacía necesaria en aquel almacén, seguía buscando. El polvo ya no era una directriz a seguir, pero su tenacidad se empecinaba en desvelar aquello. Y siempre siguiendo la única regla que el Sr. Pepe le puso como condición, leer toda la página que abriese en su búsqueda.
   El esfuerzo, dotado de pasión por aquello que hacía, dio al fin sus resultados. Encontró una hoja de papel manuscrita… ¡por el propio Sr. Pepe!
   Le temblaron las manos, el nerviosismo se hizo en él, le faltaba el aire, la emoción del momento pudo con él. Con manos temblorosas acertó a dejarlo sobre unas cajas llenas de antiguos libros; no tenía el ánimo suficiente para leer la revelación que tras tantos años al fin había pudo encontrar. Respiró hondo, y se tranquilizó, templó sus nervios y con extremo cuidado cogió de nuevo aquella hoja de papel que le había estado esperando más de 15 años a que él, y solo él la hallara.
   Las lágrimas se hicieron presentes, cayendo por sus mejillas al tiempo que leía con el corazón en un puño. Sobre el manuscrito caían algunas, humedeciéndolo, Juan pasaba el dorso de la mano para secar el manuscrito y poder así seguir leyendo.

“Querido Juanito:
Este es el mayor de los regalos que alguien como yo te podrá hacer nunca, esto es: el conocimiento.
   Todo el saber está en los libros, todo está en ellos, solo debes buscar el adecuado. No son necesarios muchos libros, pequeño Juan, solo hay que tenerlos buenos como afirmaba Séneca. Este es mi legado, mi secreto para ti si algún día llegas a encontrar este escrito.
   Hay un viejo proverbio árabe que dice:
   “Libros, caminos y días dan al hombre sabiduría”

   Y eso es lo que te quiero transmitir, aprende de los sabios, Juan, aprende de Cicerón:
   “Si cerca de la biblioteca tenéis un jardín ya no os faltará de nada”
   “Un hogar sin libros es como un hogar sin alma”
   ¿Te das cuenta las sabias palabras que nos dejó como legado?
   O Thomas De Kempis, que dejó su pensamiento en una frase dónde su alma expresaba su sentir:
    “He buscado el sosiego en todas partes, y sólo lo he encontrado sentado en un rincón apartado, con un libro en las manos”

   Este es mi consejo, mi legado y mi secreto, en los libros puedes vivir una y mil vidas, si no lees, solo vivirás la tuya, Juanito.
   ¿Alguna novedad de Julio Verne, Juanito?


    José  de San Juan.  Bibliotecario del pueblo de….

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