La luz del medio día atravesaba las lamas de las cortinas de
los grandes ventanales, haciendo que las pequeñas partículas de polvo en
suspensión brillaran como si de diminutas estrellas de la tarde se trataran.
Faltaba ya menos
para el medio día, hora a la que se daba el cierre a la biblioteca municipal.
Allí se encontraba Pepe, el encargado y custodio del saber en aquella localidad
desde hacía muchos años, la gestionaba desde tiempos inmemorables.
Cada día a esa misma hora, hacía su presencia Juan, un
asiduo casi fijo a aquellas dependencias municipales tras la salida del
colegio. Su entrada, a la par que curiosa, era siempre peculiar; cosa que hacía
gracia a Pepe el bibliotecario, y más por parte de aquel chaval de 12 años.
—Buenos días tenga
Sr. Pepe… ¿alguna novedad de Julio Verne? —decía con una sonrisa en la boca
Juan.
—Buenos días
Juanito, tú como siempre graciosillo —contestaba Pepe con un movimiento de
cabeza— «Este zagalico siempre igual…».
Sin demora, ante la
mirada atenta de Pepe, Juan accedía a la sección donde tantas horas había
pasado y, hasta vivido sus aventuras; embebido entre los atemporales y
magníficos textos de julio Verne, Emilio Salgari o Stevenson; autores que entre
otros, han llenado de vida y pasión las almas y espíritus de tantos aventureros
y viajeros con el solo hecho de atreverse a abrir alguna página de sus obras.
Pepe, recostado en
su sillón tras el mostrador en la entrada de acceso al local, subió sus
pequeñas lentes sobre su nariz con el dedo índice, seguía leyendo; era su
pasión. Tenía el trabajo perfecto, el tiempo necesario y todo el material para
sus lecturas. Aquella biblioteca era su pequeña y particular Ítaca… ¡qué más hubiera querido el
mismísimo Ulises!
Juan, por su parte
estuvo un buen rato buscando por las estanterías, perdido. Lo había leído casi
todo en la sección juvenil y, ya era hora de ir pasando a unas lecturas un
tanto más serias. Pepe se percató de que tardaba más de lo normal en encontrar
algo que le interesara y, tomó una decisión que afectaría a los dos para el
resto de sus vidas, aunque ninguno de los dos era consciente en ese momento.
Se levantó en
silencio y con cuidado se quitó las gafas que dejó sobre el ejemplar de La Odisea que estaba leyendo por enésima
vez.
Tomó la dirección
de la sección de literatura juvenil donde encontraría sin duda a Juan. Al
llegar junto a él y, entre susurros, le preguntó:
—¿Acaso mi pequeño
lector no encuentra nada interesante?
—No, Sr. Pepe, todo
leído; estoy empezando a pensar que este lugar se me queda pequeño —dijo con
sentimiento.
Las cejas de Pepe
se elevaron, nunca se hubiera esperado esa frase de Juan, pero creyó que había
llegado el momento de abrir la mente a aquel muchacho que vivía entre libros,
si ello era posible.
—¿Qué dices,
Juanito?, una biblioteca nunca puede quedarse pequeña, y menos para alguien
como tú, en los libros está todo, y ya sabes cómo me gusta definirme…
—Sí, Sr. Pepe, como
“el guardián del saber”… lo sé, me lo ha dicho muchas veces.
—¿Entonces, crees
acaso que ya conoces todos los secretos de este lugar?
—Yo diría que sí,
al menos en cuestión de aventuras y viajes, lo demás no me llama la atención, y
si no me interesa no lo leo.
—Eso es un error,
Juanito, hay que leer de todo.
—Quizá tenga usted
razón, pero hay cosas que no me interesan y, peor aún, me aburren.
—Ya veo, Juanito,
creo que ha llegado el momento de revelarte algunos de los secretos que se
encierran en esta aburrida biblioteca como tú dices. Si alguien es merecedor y
digno de ello, ese eres tú, su más asiduo morador.
La cara de Juan era
todo un poema, la sorpresa y la curiosidad se hicieron en él; Pepe había sabido
captar sin lugar a dudas perfectamente la atención de aquel muchacho.
—¡Cuénteme Sr. Pepe por favor! —decía Juan
subiendo la voz por causa de la emoción.
—¡Shhhh!, silencio
—chistó el bibliotecario llevándose el dedo índice a los labios— ¿Acaso quieres
hacer partícipe a todos de un secreto que es solo para ti? —le preguntó en voz
baja Pepe a Juan.
—No, Sr. Pepe
—susurraba el pequeño.
—Bien, Juanito,
acompáñame, que te voy a mostrar algo que te va a gustar de veras.
Pepe, cogió de la mano al pequeño y, tras echar una ojeada a
la casi desierta biblioteca, se dirigió al almacén. Grandes estanterías
albergaban innumerables volúmenes y multitud de ejemplares de viejos libros que
sobrevivían como mejor podían al polvo y al paso del tiempo.
Tras abrir la
puerta, el pequeño se quedó boquiabierto, si en la sala de lectura los libros
se contaban por millares, aquello era infinito. Largas hileras de muebles y
archivadores se alineaban sin que aquello pareciera tener fin y, mucho menos
para un niño de 12 años.
—¿Ves, Juanito?,
aquí está el saber.
Juan, no daba
crédito a lo que sus ojos tenían frente a sí, aquello era una especie de
paraíso terrenal. Tras quedar en sepulcral silencio durante el momento en que
su mente asimilaba lo que sus ojos veían, miró a Pepe y preguntó:
—¿Sr. Pepe, ha leído
usted todos estos libros?
—Todos y cada uno,
Juanito.
— ¡Jopé!—exclamó el
niño a la vez que agitaba la mano.
—¡Esa boca, zagal!
—Perdón Sr. Pepe,
lo siento —contestó bajando la cabeza.
—No pasa nada. Ven,
que te voy a mostrar una cosa que nunca ha visto casi nadie, es mi secreto y,
por ende, el secreto del bibliotecario que me precedió, ¿entiendes?
—Sí, entiendo,
¿pero de qué se trata?
—Eso, mi pequeño
amigo, lo tendrás que descubrir tú solo… me temo.
—Pues ahora sí que
no lo llego a entender, Sr. Pepe.
—Te explico, obra
en mi poder un curioso legajo que contiene un gran secreto, muy, muy antiguo.
En especial en una de sus páginas, esa es la que te mostrará la verdad.
—¿Y?
—Pues que tengo la
firme intención de esconderlo entre todos estos viejos volúmenes y, tú deberás
encontrarlo si quieres ser partícipe de su contenido. Dentro de uno de ellos lo
hallarás si tu curiosidad es lo suficientemente fuerte.
—Pero… ¡Podría
tardar meses o años, Sr. Pepe!
—O peor, porque
solo hay una regla que nunca podrás saltarte.
—¿Y cuál es?
—Página que abras
en tu búsqueda, la debes leer completa.
— ¡¿Cómo?! Entonces
toda la vida, Sr, Pepe… ¡Me haré más viejo que usted!
—Ese es el trato,
mi pequeño y ávido lector, ¿qué me dices?
El pequeño Juan, en
un principio se veía sobrepasado por aquella titánica empresa que le proponía
el viejo bibliotecario, ¡todo un secreto para él solo!, solo debía buscar el
libro adecuado y leer cada página, nada más… y nada menos.
Valiente y motivado,
el pequeño Juanito tomó una decisión y, extendiendo la mano hacia Pepe, le dijo
lo más solemne que pudo la voz de un niño de 12 años:
—Sr. Pepe, acepto
el desafío.
Se dieron la mano,
para sellar aquella especie de pacto entre amigos.
—Pero, si se te
ocurriera saltarte la única regla que he puesto, se rompe el trato y, nunca más
te permitiré entrar en esta sala.
—Prometo cumplir la
regla, Sr. Pepe, no se preocupe.
—Mañana podrás
empezar, te aseguro que esta va a ser la aventura más grande de tu vida, zagal.
Salieron del
almacén y Pepe echó un vistazo a la sala de lectura y, como siempre, no había
ninguna novedad. Antes de salir por la puerta, Juan, quiso demostrarle al viejo
bibliotecario que estaba a la altura de la situación, que poseía sus propios
conocimientos y era digno de acometer aquel reto.
—Por cierto, Sr.
Pepe, ¿a que no sabe usted el nombre completo de Emilio Salgari?
—Eres un listillo,
¿eh? Has ido a pillarme, pero lo siento, tengo respuesta para ti, se llamaba
Emilio Giuseppe Salgari.
A Juan se le iluminó la cara, había ganado el
asalto con el Sr. Pepe. Lo miraba fijamente sin parar de sonreir.
—¡Demonio de
zagal!, ¿Cómo se llamaba?
—Emilio Carlo
Giuseppe Maria Salgari.
Juan salió
corriendo, disfrutando de su primera victoria en el mundo del saber y ante tal
contrincante, ¡todo un viejo bibliotecario!
«La madre que lo
parió…este zagal…». Pepe se echó a reír, no tenía otra, aunque enseguida
percibió que los pocos lectores que había lo observaban con caras de reproche.
Hizo un gesto a modo de excusa para pedir perdón. Se fue a su lugar y tomó
asiento, agarró sus lentes de cerca y abrió de nuevo la Odisea, pero antes de
reemprender su lectura, miró por la ventana viendo como aún, calle abajo, podía
ver a Juanito que no había parado de correr. «Suerte mi pequeño y peculiar
Telémaco, el saber es todo tuyo…».
Al día siguiente,
entró Juan a la misma hora, no fallaba, del colegio iba directo hasta la
biblioteca hasta la hora de comer en que regresaba a casa.
—Buenos días Sr. Pepe…
¿Hay alguna novedad de Julio Verne? —Y sonreía irónicamente.
—Buenos días
Juanito, siempre con la misma gracia…, pero hoy comienza tu reto, ¿no lo habrás
olvidado?
—No, Sr. Pepe, y
tengo un plan infalible que me hará encontrar el secreto en muy poco tiempo.
—Me sorprendes
Juanito, en verdad me has dejado sin palabras. Vayamos al almacén si quieres
empezar.
Pepe acompañó al
niño, ante un mar de libros acumulados durante años y años, descatalogados,
ediciones antiguas, algunas muy valiosas.
—Bueno, ¿por dónde vas a empezar Juanito?
—Lo tengo muy claro
Sr. Pepe, anoche estuve dándole vueltas a la cabeza, buscando la solución, y la
hallé gracias a Dios. Es lo más sencillo del mundo.
—De verdad que eres
un saco de sorpresas, zagal, ya me tienes intrigado, explícame.
—Por el polvo.
—¿Cómo?
—Sí, por el polvo
acumulado en libros y muebles.
—Pues ahora sí que
me he perdido del todo, ¿qué tiene que ver el polvo?
—Si ha escondido
usted ese papel, no ha tenido más remedio que tocar muebles, libros,
estanterías, solo tengo que comprobar en qué lugares ha manipulado para empezar
a buscar, no creo que tarde mucho, quizá algunos días, poco más.
—¡Qué jodío el zagal!,
eres avispado de verdad, eso ni se me había pasado por la cabeza. Pero tienes
mucha razón. Adelante, todo tuyo, me voy fuera.
Había pasado una
hora y media, y pepe ya sentía curiosidad por juan y, decidió ir a echarle un
vistazo, a ver cómo le iba al pequeño.
—Juanito, ¿qué,
cómo vas?
Se lo encontró
sentado en el suelo absorto en la lectura de un viejo libro que Pepe pudo
reconocer al instante, una sonrisa furtiva apareció en la cara, la satisfacción
embargó el poco ego que tenía.
—Un momento Sr.
Pepe, un momento —contestó Juan si apartar la mirada de las casi roídas páginas
de aquel viejo ejemplar que muy posiblemente llevara décadas sin abrir.
—Ya veo que te
interesas por lo que lees, me complace, mi pequeño amigo — contestó el viejo
bibliotecario más que satisfecho.
—¡Este libro trata
sobre los griegos antiguos, de una ciudad llamada Troya, de un caballo de
madera, de bravos héroes guerreros…!
—¡Alto, alto, no te
emociones!, sé de qué va, se llama la
Iliada, y la escribió alguien (que) llamado Homero.
En aquel preciso
instante, Pepe se llevó sus manos al pecho, un agudo y doloroso dolor apareció
en su corazón, cayó de rodillas sin emitir ningún tipo de sonido.
—¡¿Sr. Pepe, qué le
pasa?!
El niño dejó el
libro en el suelo, se levantó y corrió a socorrer a su viejo amigo.
—¡No me asuste, Sr.
Pepe, ¿qué le pasa?!
Entre balbuceos, el
bibliotecario acertaba a decir:
—Avisa fuera
Juanito, rápido… me muero… un ataq…
El pequeño Juan
salió corriendo lo más rápido que sus pequeñas piernas podían correr en busca
de auxilio para su amigo, sin saber que aquellas palabras que con tanto
esfuerzo acertó a decir, fueron las últimas. Pepe murió ese día de un ataque al
corazón, allí en su Ítaca particular,
entre sus amados libros.
Aquel suceso dejó marcado al pequeño Juan,
fue un duro golpe para un niño de tan corta edad.
El tiempo pasó y,
dicen que lo cura todo, pero a veces el hueco que se deja una pérdida en el
alma de pequeños corazones, queda grabado a fuego de por vida.
Juan terminó sus estudios del colegio y
después el bachillerato, se hizo un muchacho con muchas expectativas de futuro,
y por fin accedió a la universidad, donde sacó la carrera de literatura con
matrícula de honor. En la ceremonia de graduación, resplandecía orgulloso ante
sus padres, era un gran logro personal. Pero de golpe, le vino a la mente el
recuerdo de aquel vejo bibliotecario que le dejó marcado de por vida. Estaba
allí, era quien era gracias a él ente otras muchas cosas. Miró al cielo, al tiempo
que el sonido del discurso con el que el decano de la universidad estaba
torturando a los asistentes a tan solemne acto, pasó a ser un leve murmullo
casi imperceptible.
«Gracias Sr. Pepe,
gracias por todo…». Una lágrima corrió por su mejilla, no le importó, tenía muy
claro que su amigo lo observaba orgulloso desde el lugar en que estuviera, el
cielo de los griegos, o el de los romanos, ¡qué más da!, sentía que era
observado por él.
La coyuntura
económica del país estaba en estado de crisis, algo que se ceba con los jóvenes
a la hora de empezar esa aventura que se llama vida laboral. Pero la suerte se
alió con Juan, en el ayuntamiento de su pequeño pueblo había salido a concurso
la plaza de funcionario… ¡de bibliotecario!
No dudó, aquel
puesto debía ser suyo. Y así fue, más que merecido.
Ahora era el nuevo
bibliotecario, en una biblioteca que conocía a la perfección, el sitio perfecto
para él.
El día que por
primera vez accedió al almacén, pues nunca había vuelto a estar allí tras el
desgraciado incidente, le vino a la cabeza el reto que le propuso su amigo el
Sr. Pepe. Y decidió terminar lo que se había propuesto hacía más de 15 años,
hallar el secreto que como un juego de niños había empezado y que no pudo
terminar.
Durante meses, en
su tiempo libre o cuando su presencia se hacía necesaria en aquel almacén,
seguía buscando. El polvo ya no era una directriz a seguir, pero su tenacidad
se empecinaba en desvelar aquello. Y siempre siguiendo la única regla que el
Sr. Pepe le puso como condición, leer toda la página que abriese en su
búsqueda.
El esfuerzo, dotado
de pasión por aquello que hacía, dio al fin sus resultados. Encontró una hoja
de papel manuscrita… ¡por el propio Sr. Pepe!
Le temblaron las
manos, el nerviosismo se hizo en él, le faltaba el aire, la emoción del momento
pudo con él. Con manos temblorosas acertó a dejarlo sobre unas cajas llenas de
antiguos libros; no tenía el ánimo suficiente para leer la revelación que tras
tantos años al fin había pudo encontrar. Respiró hondo, y se tranquilizó,
templó sus nervios y con extremo cuidado cogió de nuevo aquella hoja de papel
que le había estado esperando más de 15 años a que él, y solo él la hallara.
Las lágrimas se
hicieron presentes, cayendo por sus mejillas al tiempo que leía con el corazón
en un puño. Sobre el manuscrito caían algunas, humedeciéndolo, Juan pasaba el
dorso de la mano para secar el manuscrito y poder así seguir leyendo.
“Querido Juanito:
Este es el mayor de los regalos que
alguien como yo te podrá hacer nunca, esto es: el conocimiento.
Todo el saber está en los libros, todo está en ellos, solo debes buscar
el adecuado. No son necesarios muchos libros, pequeño Juan, solo hay que
tenerlos buenos como afirmaba Séneca. Este es mi legado, mi secreto para ti si
algún día llegas a encontrar este escrito.
Hay un viejo proverbio árabe que dice:
“Libros, caminos y días dan al hombre
sabiduría”
Y eso es lo que te quiero transmitir,
aprende de los sabios, Juan, aprende de Cicerón:
“Si cerca de la biblioteca tenéis un jardín
ya no os faltará de nada”
“Un hogar sin libros es como un hogar sin
alma”
¿Te das cuenta las sabias palabras que nos
dejó como legado?
O Thomas De Kempis, que dejó su pensamiento
en una frase dónde su alma expresaba su sentir:
“He buscado el sosiego en todas partes, y
sólo lo he encontrado sentado en un rincón apartado, con un libro en las manos”
Este es mi consejo, mi legado y mi secreto,
en los libros puedes vivir una y mil vidas, si no lees, solo vivirás la tuya,
Juanito.
¿Alguna novedad de Julio Verne, Juanito?
José
de San Juan. Bibliotecario del
pueblo de….