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sábado, 28 de octubre de 2017

SOLO UNA NOCHE


La obscuridad de la estancia era casi total. Por testigo, un viejo candelabro dorado con siete velas sobre un escritorio, junto a unas raídas cortinas daba la poca luz que necesitaban para verse. Encendidas todas ellas con un  hipnotizante baile; una danza de fuego que parecía hacerse portadora de malos augurios.
Su luz rielaba trémulamente sobre los cristalinos ojos de ella, fraguando el embrión de unas lágrimas de dolor y sufrimiento. Lo sabían, era la hora del adiós.
De pie sobre un pentáculo dibujado en el suelo de madera, él se agachó y, de un pequeño saco que estaba junto a sus pies sobre el suelo extrajo sal, y con la mano empezó a esparcir en el perímetro del pentáculo formando un círculo donde él quedaba dentro.
La miró una vez terminado, se levanto y pudo comprobar cómo perlas en forma de lágrimas caían por las mejillas de ella, lágrimas de mujer que salían del corazón, del pecado, de un imposible con fecha de caducidad. Ella se echó las manos a la cara, no quería que la viera llorar, pero fue imposible.
Cerró los ojos un momento y él ya no estaba, había desaparecido… como siempre, como cada año, como cada noche de difuntos. Era solo una noche con él, una vez al año, pero merecía la pena. Aunque el tiempo pasaba, y ella iba envejeciendo.
¿Qué pasaría cuando su belleza se esfumara con el pasar del tiempo? Cuando los años arrugaran su piel, sus cabellos se convirtieran en plata y los ajados ojos ya no fueran las perlas que él tanto amaban. Juventud marchita, belleza cual mustia flor. Esa era la duda que le recomía en su interior, pero… quizá mereciera la pena, ser la amante —aunque solo fuera por una noche al año—, del mismísimo Diablo.

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